En el sur de Italia se esconde una joya turística que supo ser apreciada desde la época de los griegos y romanos. Convertida hoy en el destino predilecto de famosos y adinerados es, además, un lugar de visita imperdible de todo viajero.
Capri es un remanso de belleza concentrada en tan sólo 10,36 km2 de superficie. Pequeña y cautivante, es inmensa en naturaleza explícita y vibrante, azul e intensa. Desde Roma, hay que recorrer 266 kilómetros para llegar a este oasis. Después de tanta historia fascinante, bien viene un recreo de mar y refresco para el calor de una Italia en pleno verano.
Desde la estación Termini, en la ciudad de los gladiadores, tomamos el tren que nos llevó a Nápoles, y desde allí, un ferry hasta nuestro destino. Llegar a Capri es desembarcar en un paraíso de agua y cielo, de callecitas de empedrados y flores, de casas blancas, de balcones naturales, de aroma a sal y limones.
Hay quien nos apura: el día está radiante y la oportunidad de visitar la Gruta Azul o Grotta Azurra es imperdible. Cada rayo de sol se vive como la gloria del turista, que sabe que un día nublado echaría a perder el que se vanagloria de ser el mayor atractivo de la isla.
"Fabio me autoriza a nadar en esas aguas heladas. Es que no puedo evitarlo, siento que debo sumergirme y probarlas, sentir en el cuerpo ese color infinito, casi alucinógeno."
Marina
La gruta de Tiberio
Antes de recorrer por tierra la isla, decidimos rodearla por mar. A bordo de un catamarán, partimos en una excursión que visitaría los puntos más destacados: la Grotta Bianca, el Arco Naturale, los Faraglioni, Marina Piccola, la Grotta Verde, los Bagni di Tiberio y, como broche de oro, la tan esperada Grotta Azzurra.
En el último punto del itinerario esperamos en el catamarán para abordar, de a pocos, los botes en los que ingresaríamos a la gruta. Quien comanda el nuestro se llama Fabio, y en un italiano que apenas logro entender, nos pide que nos agachemos lo máximo posible. Es que el hueco por donde hay que ingresar es muy pequeño, tanto que si la marea crece apenas, desaparecería bajo las aguas.
Dentro de la gruta, el aliento se corta. Los ojos salen a buscar ese azul que parece imposible, irreal. En los días de sol, la luz que entra por la pequeña abertura hace que en el interior de la amplia cueva marina el agua se vuelva azul turquesa, de una fosforescencia difícil de olvidar.
En ronda, los botes recorren el interior de la gruta, mientras que alguno de los guías canta a viva voz ´O Sole Mio y hace del momento una postal que logra que la piel se erice.
Fabio me autoriza a nadar en esas aguas heladas. Es que no puedo evitarlo, siento que debo sumergirme y probarlas, sentir en el cuerpo ese color infinito, casi alucinógeno. El mío fue sin dudas un placer de los dioses: luego de mi capricho, Fabio me contaría que allí se bañaba el emperador romano Tiberio, entre los años 27 y 37 d.C, cuando se hizo en Capri una casa permanente y utilizaba la gruta como una piscina natural.
Después de semejante experiencia dudo que el resto de la isla pueda emocionarme tanto, pero le doy una oportunidad.